viernes, 9 de abril de 2010

YO QUIERO MUCHO A MI SUEGRA

A mediados de la década de los ochenta me encontraba estaciado en las nubes de un año de amores tempestuosos. Había terminado una relación difícil y sin futuro con la hija de un turco adinerado: Elizeth Abdhul. Fueron los amores más raros y espectaculares de mi vida. Duraron un año y dos meses en la ciudad de Zipaquirá con sus plenilunios, truenos, lluvias y vientos helados en un clima que Dios hizo solo para pinguinos. En todo caso, en esas andaba cuando me llamó mi suegra con cierto airecito dulzarrón e hipócrita. "Me parece" -dijo-, "que ustedes dos no tienen porvenir. "Me parece" -recalcó- "que usted, jairito, es como los marineros". Entonces se me saltó el Alter Ego y comencé un asedio tenaz en torno de la doncella; hasta que le pusieron un servicio de seguridad, así conformado: sus dos hermanas cual la más gorda, con ojos de vívora y manos de pilón, una a cada lado, y un perro especializado en tirar a la yugural. Me abrí en retirada y ya en la retaguardia, aunque ella no tenía la culpa, me defendí con las únicas armas a mi favor: le disparé una misiva que no tenía sino veinte apasionadas cuartillas con estocadas mortales en entrelíneas. Fue suficiente. Cayó en cama y me invadió el pavor pues crí que la turca se moría y para colmo de males había peridido el año. Y le llegó el castigo, por supuesto. Mi suegra querida, con porte de generala, le zampó un purgante igual de horrible a los que me daba Ofe. Agarró sus cosas, todas al mismo tiempo, sus libros, mis esquelas, sus dos uniformes, su par de botines, las tres tangas y las metió en una caja que ató con una cinta de seda color azúl. Luego, despacito. . . Muy despacito, le tejió la trenza que le llegaba hasta la cintura y la desterró a Venezuela en donde aún nadie sabe de su vida. Todavía tuve el arresto, en la reunión que me hicieron de despedida para las currambas, de empezar el discurso diciendo: .

No hay comentarios:

Publicar un comentario