viernes, 9 de abril de 2010

CONTINUACIÓN. . .

Yo quiero mucho a mi suegra.

Ahora era yo el que me estaba muriendo. Dormía mal y comía peor y había abandonado la Escuela de Leyes, etapa importante de mi formación. No percibía otra alternativa posible sino bajarme del páramo y viajar inmediatamente a mi Costa Caribe, donde las brisas decembrinas son las más saludables del mundo. Pues bien, llegué al aeropuerto acompañado solamente con los fantasmas que habían asaltado mis sueños. Volé a Barranquilla a convalecer de las heridas en carne viva que me dejó en el corazón su partida hacia la deslumbrante Caracas; pero la casa de mis padres, único lugar donde me siento bien aunque me encuentre mal, con su aire renovador, me devolvió el aliento que me hacía falta para seguir viviendo. Estaba llena de juventud y alegría: mis hermanas, mis primas y primos, tías y sobrinos, Tawi y sus tardes olímpicas, Alvaro Mendiza "El Pío", los Montealegre y Diana y Sandra, sirenas de un mar remoto que anclaron en nuestras playas con la ventolera de sus mocedades. Fue una época providencial. De modos que volví a Bogotá con el ánimo restablecido y unos propósitos nuevos. De pronto la conocí. Yo al acecho de otro gran amor y ella felizmente casada. Tenía una tiendita en donde vendía de todo y los fines de semana después de mis agotadoras jornadas laborales, sigiloso aparecía por allí para tomarme algo. Todos me miraban con curiosidad de lechuza porque nadie podía entender la repetición sin término de la canción. "Señora": "Y cuando la quiera saludá digo su nombre y menciono otro pueblo". !Ay hombe! Hasta que vislumbré en el horizonte a su sobrina y se me acabaron los amores prohibidos.
(Continuará. . .)

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